jueves, septiembre 01, 2011

PARA ESTO SIRVE EL BLOG....PARA COMPRATRIR


En un elogio de la lectura, la autora de Betibú recuerda los libros que la marcaron

La ilusión de ser otro


Por Claudia Piñeiro | Para LA NACION

Este texto es un fragmento del discurso que la autora dio en el 16° Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, realizado en Chaco, del 16 al 20 del mes pasado

EL ser humano es un ser gregario: está en su naturaleza juntarse con otros de su especie. Pero es un gregario especial. Algunos dicen un "semigregario". Se junta, aunque no con cualquiera ni en cualquier circunstancia: elige con quién, cuándo y por qué. Así como nosotros elegimos participar del Foro de la Fundación Mempo Giardinelli. Raro, si tenemos en cuenta que los que venimos somos lectores empedernidos, un caso de gregarios selectivos muy particular que podría definirse con un oxímoron: un gregario solitario.

Es que nuestro animus societatis, como dicen los abogados, esa voluntad de estar cerca, es la lectura. Y la lectura es un acto solitario. Sin embargo, un acto que cada tanto nos amucha junto al fuego como una paradoja. ¿Por qué? Probablemente porque tenemos la suerte, no todos la tienen, de que la lectura nos produzca una felicidad clandestina, emoción para la que no encuentro mejor nombre que el título de ese cuento de Clarice Lispector, en el que describe su encuentro con un libro prometido y demorado por una amiga, El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato, estado que ella describe así: "A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en éxtasis purísimo. Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante". Una felicidad tal que no podemos soportar solos. Sentimos la necesidad casi física de compartirla con otros.

Se lee solo, pero también se le lee a otro. O se escucha lo que otro nos lee. O se le cuenta a otro la historia que nos atravesó el cuerpo, el texto que nos conmovió, el poema que aún nos resuena en el oído como una música sin notas. Queremos compartir esa experiencia solitaria con otros porque necesitamos confirmar que hay alguien a quien le pasa lo mismo que a nosotros frente a una abstracción, frente a algo tan intangible como es la palabra. Necesitamos compartir nuestras lecturas con otros por nosotros mismos, pero también porque estos particulares gregarios solitarios tenemos vocación de colonizar, de convencer para nuestra causa, de conseguir expandir el animus societatis que nos une a futuros integrantes de esa sociedad ad hoc. Una sociedad que no queremos secreta ni cerrada, sino participativa y democrática, donde la lectura no sea patrimonio de una elite que determina qué vale la pena leer y qué no, sino un descubrimiento colectivo, un tesoro a compartir más que una verdad a imponer.

Se nos está permitida esta particular forma de gregarismo porque somos depositarios de una joya que otras especies no tienen: la palabra. Y esa joya nos permite una actividad que nos diferencia aún más de otras especies: contarnos historias unos a los otros. Alrededor de un fogón, en una ronda de amigos, junto a la cama de un niño a punto de dormirse, en un hospital, en una escuela. O en un tren. Como "El cuentista", de Saki, ese hombre joven, soltero, que intentaba calmar con sus cuentos inquietantes a unos niños molestos y preguntones que viajaban con su aburrida tía. Los niños empezaron a entusiasmarse frente a un adverbio: "Horriblemente". Porque la protagonista del relato era "horriblemente buena" la historia cobró una mayor importancia para ellos. El joven soltero y los niños que viajaban en ese tren podrían ser parte de esta cofradía. Su tía, azorada por la irreverencia del relato, seguramente no. Durante ese viaje un joven desconocido les propone a esos niños el juego de ser otros. No se lo dice, sólo les cuenta un cuento. Y ellos aceptan entrar en un mundo construido palabra sobre palabra. Tal vez no elijan ser Bertha, la horriblemente buena, o sí; tal vez prefieran ser una amiga de ella o una hermana, sus padres, o alguno de los cerditos que se la terminará comiendo. En el juego de ser otro que propone la ficción, la moral no cuenta. Ser por un rato el que sea, pero otro. Nadie juzga, nadie condena.

Las lecturas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida nos permiten esa ilusión. La primera vez que recuerdo haber sido otra fue con un relato que me contaba mi abuela y que yo siempre le pedía que repitiera. Se trataba de una nena que debía ir a la farmacia a comprar un remedio para su hermano menor, que tenía tos. Llovía mucho. La nena estaba sola en esa casa con su abuela y su hermano. Cuando yo le preguntaba a mi abuela: "¿Dónde están los padres?", me contestaba: "Trabajando". Nunca vi una imagen de esa niña, ni una foto, ni siquiera un garabato hecho por mi abuela, pero yo sabía cómo era, qué ropa llevaba, de qué color eran sus botas y su paraguas. Lo sabía porque las palabras de mi abuela me permitieron no sólo verla, sino ser ella.

Luego de ser la niña en ese día de lluvia fui muchos otros. Primero fui aquellos que encontré donde me llevaron mis maestros con sus indicaciones de lectura. Cuando supe leer, fui la que tenía en su cuarto "La mancha de Humedad", de Juana de Ibarbourou. Y como ella dije: "En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo, de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos". Yo no tenía una mancha de humedad en mi cuarto, pero podía ser la niña que la tenía en el suyo, gracias a ese relato.

Más tarde fui la Jo de Mujercitas, nunca Amy. Aquella a la que le gustaba la escritura y se cortaba el pelo como un varón para enfrentar al mundo. Un poco más tarde me subí a un bote y naufragué; y quise matar una gaviota porque me moría de hambre en esos días en el mar pero cuando estuve a punto de comerla me arrepentí, como le sucedió al pescador de "Relato de un náufrago", de Gabriel García Márquez. También fui el hermano varón de "Casa Tomada", de Julio Cortázar, no Irene, la hermana, "una chica nacida para no molestar a nadie".

En algún año de mi colegio secundario fui don Luis, el tipógrafo jubilado que protagoniza la novela Copsi (mezcla de Coca y Pepsi), que denunciaba el mundo del consumo como explotación del hombre. Siempre recordé esa novela y su protagonista, pero como me adueñé de él me olvidé del autor. Por mucho tiempo no podía recordar quién la había escrito. Hasta que un día me encontré en el Registro de la Propiedad Intelectual con Pacho O'Donnell y en la conversación él nombró a Copsi, una novela suya. Y yo me emocioné, pero no se lo dije, porque me dio pudor confesarle que yo había sido don Luis en mi adolescencia.

Fui también Cordelia, hija de Rey Lear, de Shakespeare, y recité: "Desgraciada de mí, que no puedo elevar mi corazón hasta mis labios. Amo a vuestra majestad tanto como debo, ni más menos". Y en el Zoo de Cristal, de Tennessee Williams, fui Tom Wingfield y no Laura. Tom, que soñaba con ir a la luna: "Yo no fui a la luna. Fui mucho más lejos. Porque el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares...".

Fui una de las visitadoras de Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa. Y la mujer que espera en una estación de ferrocarril en España, en el Valle del Ebro, el tren que la llevará con su pareja a hacerse un aborto que Hemingway nunca nombra en "Colinas como elefantes blancos", pero que está presente en la tensión entre ellos dos.

También fui el niño en su cama sin poder dormir, esperando que su madre lo viniera a besar en Por el camino de Swann, de Marcel Proust. Y Olga, la mujer que en el cuento "La cigarra", de Chejov, deja a su buen marido para pasear en barco con amantes artistas. Y el hombre prejuicioso de "Catedral", de Carver, al que un ciego le enseña a ver lo que él nunca antes vio.

Fui Auden despidiendo a un amigo en "Funeral Blues": "Detengan los relojes/ desconecten el teléfono/ denle un hueso al perro/ para que no ladre". Y Aledo Meloni despidiendo al cantor en "Luto": "Como el cantor ya no tiene/ ningún camino de vuelta,/ al mástil de su guitarra/ le han puesto una cinta negra".

En Paraguay fui don Diego de Zama, de Di Benedetto, y esperé infructuosamente el traslado a Buenos Aires. Le escribí cartas a doña Leonor cuando me metí en la piel de Nené, en Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Como Rosa de Miami, de Belgrano Rawson, trasmití por una radio clandestina en la época de la revolución cubana. Anduve metida en la piel de la solterona que espiaba a su cuñado mientras él se bañaba, en "Sombra sobre vidrio esmerilado", de Saer. Y en Cine, de Juan Martini, fui Sívori y espié a Pina Bosch por la ventana. Fui el Cátulo Rodríguez de Orlando Van Bredam en su Teoría del desamparo, que se encuentra con que en el baúl de su auto le metieron un cadáver y nos dice a nosotros, los lectores: "Esta mañana ha ocurrido lo inesperado. Y usted no está preparado para que lo inesperado aparezca en su vida".

Fui la "Muchacha Punk", de Fogwill, y como ella viví en una espectacular casa familiar en Londres. Pero también viví en el edificio del "El señor Serrano", de Mempo Giardinelli, y lo observé en su ocaso, como él: "Quizá por todo eso, desde hacía varios meses (desde una tarde en la que se había despertado luego de una breve siesta, lloroso y aterrado porque en su sueño un agresivamente más joven señor Serrano le había gritado que era un pobre tipo), sólo pensaba en hacer algo grande algún día. Soñaba con cambiar su destino, si lo tenía, si acaso el destino se había ocupado de él".

A principios de este año y en forma intermitente fui una de las gemelas de Piglia en Blanco nocturno: Ada y Sofía. Y unos meses después Becerra en Placebo, de José María Brindisi, frente al recuerdo: ". y a pesar de todo, en algún recodo un resorte disparó con violencia esa imagen indeleble: un caballo blanco, muerto, al costado de la ruta". Hace poco fui la niña de Claire Keegan en Tres luces, y dije como ella: "Estoy en un punto en que no puedo ser la que siempre soy ni convertirme en la que podría ser". Y ahora, en estos días, en este momento, esta noche cuando me meta en la cama y lea, soy y seré el Nano Balbo, cuando todavía era un niño y lo acompañaba a su padre a hacer política por los campos, ese que aparece en Un maestro, de Guillermo Saccomanno: "Cuando se acercaron las elecciones con mi padre salimos a cazar. Cazábamos por deporte y también para comer, porque yo las liebres las vendía. Tenía catorce años y me había comprado una carabina de precisión para no perder balas. Mi padre me dijo: «Mirá, me vas a acompañar de caza para la campaña electoral». A mí me pareció raro eso. «Ya te voy a explicar», me dijo".

Hoy somos los cuerpos que vemos con nuestros ojos, pero también todos estos otros personajes que fuimos, somos y seremos. Es como si en cada uno de nosotros pudiéramos ir al interior, capa por capa, y encontrar esos distintos hombres y mujeres que jugamos a ser. Muñecas rusas de nuestras tantas lecturas. Un mise en abyme desde el libro que llevamos hoy con nosotros hasta aquel primero que nos contó una abuela. Nuestra cofradía de gregarios solitarios lectores se multiplica así al infinito, dentro de nosotros mismos.

No sé quién seré la semana que viene, ni la otra, ni el mes que viene, ni el próximo año. Cuántos, de qué edades, si hombres o mujeres. Porque el camino de la lectura que más me atrae es aleatorio, lo dibuja un azar en el que confío, tiene muchas otras paradas y no tiene fin. Así, la ilusión que provoca ser otro a través de la palabra nunca acaba. Pero en algún lugar de ese camino y aunque no se deje nunca de andarlo, uno por fin sabe. Sabe que ya no es el que era. Uno es, de verdad, otro. La ilusión de ser otro que nos promete la lectura no nos defrauda, porque terminamos siéndolo. No un personaje u otro, sino un hombre o una mujer distintos. En algún punto del camino nos encontramos con una versión más acabada y rica de nosotros mismos. Y ya no volvemos a ser aquel que fuimos antes de leer.

© La Nacion

La autora es escritora. Su última novela es Betibú. .

miércoles, noviembre 25, 2009

SONIA, por Cristina Ulens

Vientos de Oriente se han levantado
Ciclones, huracanes, tifones,
Plenos en furia y fuerza
Braman, rugen,
revuelven arenas
Enfurecen mares, azotan nubes
Derraman ríos de agua sobre las tierras.
Contienda de titanes.
Lucha de dioses.


Enfrascados
en el fragor de semejante contienda
atraviesan mares y océanos
levantan olas gigantescas
arrasan islas a su paso
suspenden las estaciones.
Los vientos de Oriente se han levantado
han cruzado los mares
han migrado a estas tierras.

Cansados, debilitados por batalla
Ya no huracán o tifón,
Ya no ciclón
Brisa suave, fresca
Bailarina
Cargada de azares y jazmines
Aromas dulces, de antaño, sabores...

Hija de los vientos que
Supo honrar a sus padres.
Sopla por estos pagos
Mueve arenas,mueve la tierra
Inunda lo que roza
Germina lo que mira

Hija de los vientos
Vuela, danza
Trae vida, tiene aliento.

Digna hija de los vientos.

sábado, septiembre 05, 2009

Solidaridad encubierta, Sonia, 26 de julio de 2009.

Siempre supe que no tenía futuro en el diario a menos que mis opiniones adquiriesen el suficiente compromiso y la valentía de seguir investigando el destino de los fondos solidarios. Hacía muchos años que me especializaba en el tema y era bueno en lo mío. Pero algo había en mi personalidad que me impedía trascender, dar a conocer la verdad, parecía temer dar la cara...



Un buen día recibí el llamado de Guillermina Forchia, la mujer de un senador por la provincia de San Juan. Guillermina era una mujer aún joven que no había tenido hijos por lo que se había dedicado tiempo completo a la ayuda social. Si bien parecía ser una mujer tranquila, tenía agallas, era ambiciosa y muy expeditiva. Mientras el marido viajaba a Buenos Aires y ocupaba su banca en el Congreso, ella utilizaba la oficina de él en la provincia y desde allí trabajaba con escuelas, hogares y redes solidarias. Estando allí pudo descubrir algunos asuntos turbios respecto de los fondos destinados a la ayuda social. La relación con su marido empezó a ser tensa y cuando Guillermina trataba de entrometerse en sus asuntos él se molestaba y la ignoraba con extrema indiferencia. Pasaba el tiempo y la mujer comenzó a inquietarse. Después de meditar el tema y con mucha desilusión decidió esclarecer sus dudas...
- Gracias por su tiempo, señor Miller, sigo sus notas fielmente hace años y tengo información que puede servirle. En mi provincia todos me conocen y aquí no pasaré inadvertida, así que he decidido viajar a Buenos Aires.
- Muy bien señora, valoro muchísimo su confianza y la espero mañana a esa hora donde acordamos. Buen viaje.
Pensé que ese inesperado llamado era una señal para animarme y me ilusioné con el inminente encuentro.
Era un lunes de viento y lluvia. Tanto así que el mozo que nos atendió nos tuvo que advertir que cambiásemos de mesa por temor a que el granizo que anunciaba el alerta meteorológico, se adueñara de la ventana y provocara un desastre.
- Qué día para viajar, ¿no? Me preocupa mi regreso Ariel...imagínese si Aeroparque decide cerrar...
- No se preocupe señora, ya verá que es transitorio, como todo en esta vida, contesté tratando de romper el hielo.
Unos minutos mas tarde luego de intercambiar algunas opiniones sobre temas poco trascendentes, Guillermina terminó de beber su taza de té. La calle estaba completamente inundada. Los vidrios empañados dificultaban la visión hacia fuera. No quise apurarla, sabía que era mejor ir llevando la conversación desde los triviales acontecimientos sociales de la semana hasta el tema mismo del encuentro. Estaba cerca...
De pronto, una combi blanca impactó contra la puerta de entrada del bar “El Círculo” y todos los concurrentes se movilizaron hacia la puerta con temerosa curiosidad. Guillermina se sumó al grupo y me levanté y la seguí. Gritos y empujones me fueron arrastrando entre el tumulto casi, sin darme cuenta...




Pasaron algunos meses, cuántos, no sé. Me dijeron al salir que era lunes, igual que el último día que me recuerdo consciente...aquella tarde junto a Guillermina. No sé bien quién me quitó la libertad, quien me mandó a un calabozo ni porqué. Aquella tarde lluviosa me golpearon y perdí el conocimiento. Cuando lo recobré me rodeaban las rejas de un cuarto oscuro y húmedo. Se que recibí algunas visitas, que me hicieron hablar....
Un hombre uniformado me empujó hacia un pasillo, luego abrió una puerta gris y me despidió. Apenas vi la luz , apareció una mujer que me esperaba con un libro en la mano. A pesar de tener los ojos irritados y de no estar muy lúcido pude leer: “La historia que no le pude contar a Ariel Miller” , Guillermina Forchia. Eso me indicó que nunca debí perder las esperanzas, que el caso de la estafa de los fondos solidarios podría salir a la luz aún en la penumbra de mi ser, a pesar de mi cobardía pero con mi nombre...

martes, junio 30, 2009

Nosotras, vos y yo.

- Muy bien, entonces nos vemos el lunes a las cuatro, gracias.

Allí me encontraba frente a un edificio de departamentos en pleno Belgrano un lunes de verano instantes previos a que mi reloj marcase las cuatro en punto. Una voz dulcemente autoritaria sonaba desde adentro: pase por favor.
Un comedor no muy luminoso, muebles tradicionales y una mesa repleta de pequeños platitos delicadamente preparados con cosas sencillas, algunas canastitas con sobrecitos de te, y en la cabecera ella: ¿la profesora?
Ese fue el comienzo de una relación que lleva algo así como seis años. Años en los que las dos pasamos por múltiples avatares y emociones, eufóricas charlas y melancólicas reflexiones. Fui su alumna, su enfermera y aunque ella no me lo haya dicho pero si sus más allegados, “la hija que no tuvo” durante un doloroso año que le tocó vivir.

Enseguida me encontré a gusto en su casa, en su taller. El primer día, tal vez porque llegué a horario, me ubicó a su izquierda. Sentí su perfume, el de una mujer muy distinguida. Mi abuela decía, la clase se huele y es cierto. Ella es una mujer de las que le hubiese gustado conocer Mam, y por cierto, mi profesora, es muy parecida a ella.
E. llegó a mi vida apenas después de que perdiese a mi querida Mam. Allí sentada en la más absoluta comodidad, en mi silla de todos los lunes le mire las manos, las mismas de mi abuela. Delgadísimas, transparentes mostrando sin pudor sus ramitas azules, siempre con algún anillo delicado.
Es un placer escucharla, me hace reír, llorar, pensar. Nunca disfruto tanto de la lectura como cuando desglosamos un texto juntas. Y sus caras me dan mucha gracia. La siento cercana, familiar. Le gustaron mis cuentos desde el principio, me decía que tenía pasta y le creí. Cuando le conté que tenía en mente publicar un libro de cuentos se entusiasmó mucho y fue ella la que presentó aquella edición de tapa azulada. Pasó el tiempo, pocas veces falté a su taller de los lunes y brindamos para fin de año juntas un par de veces. A ella también le gusta el champagne.



- Señorita, a E. La internaron, lo siento, es para avisarle que no habrá clase mañana.
- Espere, quiero ir a verla, ¿a dónde está?
- En el Sanatorio de la Trinidad, gracias.

No esperé, algo me decía que era urgente. Cuando llegué, en la antesala del tercer piso, vi a un hombre apoyando los codos en las rodillas. En el sillón contiguo otro más joven, desconocido.
- ¿Alguno de ustedes es familiar de E.?
Cuando el hombre de mas edad levantó la cabeza, lo reconocí de inmediato, era P., el marido de E. Lo había visto de “reojo” desde mi silla del taller algún que otro lunes. El llegaba de trabajar y sin interrumpir la clase, iba directamente a la cocina y tomaba un vaso de agua. Una rutina que yo ya conocía y esperaba los lunes. En medio de la clase, primero la llave, luego la tos y finalmente el paso por la cocina. Todo invisiblemente perceptible.

- Hola, disculpame ¿vos quien sos?
- Sonia, una alumna de los lunes. ¿Cómo está E.?
- La tienen que operar, seguramente mañana.
- ¿Puedo verla?

En ese momento un hombre muy parecido a P., era obvio que se trataba de su hijo, se levantó muy estoicamente y se presentó:

- Mucho gusto, soy G., el hijo.
- Va a estar todo bien.
- Vení, te acompaño a la habitación, se va a alegrar al verte.

Por suerte tenía razón, en medio de la angustia, la incertidumbre y la sorpresa de estar allí, sonrió y me extendió su delicada mano.
- Las dejo solas, dijo G. dando media vuelta y cerrando con firme delicadeza la puerta ancha y gris de la habitación.


Pasé muchos días, mas de un mes acompañando a E. y hoy todo lo que parecía ser irremediable se transformó en un recuerdo. Pasamos muchos momentos especiales allí en el sanatorio. Conocí a todos los integrantes de su familia, le hice de “pantalla” cuando no quería recibir “visitas inoportunas”, le hice masajes en los pies, la ayudé a comer y hasta saboreé su comida. A ella le gustaba más sazonada, pero como a mi al mediodía me da igual, sólo necesito ingerir “algo” para que no me baje el azúcar. Cuántas anécdotas, televisión, malos humores, sueños compartimos por durante tantos días...
Luego, algunos meses en su casa hasta la primera salida a tomar algo que tuve el privilegio de compartir con sus dos mejores amigas.

- Champagne mozo.
- Pero...hace meses que no tomo, ¿y si me hace mal?
- Noooo, vamos así nos ponemos alegres y todo pasa mejor, ¡dale E.!
- Está bien....


Luego, la irremediable pérdida de su compañero. Mejor no hablo mucho de eso, pero pasó. Traté de acompañarla lo más que pude y sin perturbar la intimidad que la familia requirió. Sin embargo, la presentación de una novela corta que me ayudó a escribir, sirvió para que se pusiera su visón largo y allí estuviese. No me dejó sola.


Hace pocos días volví a sentarme cerca de ella aunque no tan pegadita como en aquellos tiempos. Y me doy cuenta de que en ese lugar estoy más cómoda. Miro sus manos...es la primera vez que le veo las uñas pintadas de rojo...querría preguntarle que le dio, pero no me animo...





Para E., con atrevido respeto y amor. Sonia, junio de 2009.

miércoles, mayo 13, 2009

Magnolia

Blanca, bella, de contornos lanceolados - allí donde la naturaleza los requiere-, intensa, dulce, solitaria...
Allí estaba al borde del Pacífico, acariciada por una mujer, quien en la soledad compartida de los sentidos, recitaba en voz muy baja:

“Al golpe de la ola contra la piedra indócil
la claridad estalla y establece su rosa
y el círculo del mar se reduce a un racimo,
a una sola gota de sal azul que cae.
Oh radiante magnolia desatada en la espuma,
magnética viajera cuya muerte florece
y eternamente vuelve a ser y a no ser nada:
sal rota, deslumbrante movimiento marino.
Juntos tú y yo, amor mío, sellamos el silencio,
mientras destruye el mar sus constantes estatuas
y derrumba sus torres de arrebato y blancura,
porque en la trama de estos tejidos invisibles
del agua desbocada, de la incesante arena,
sostenemos la única y acosada ternura.”

Delfina, frente al mar de Neruda, en brazos de su madre parecía una magnolia: suave y perfumada, persistente y entera, delicada como el perfume de esa flor.












Sonia, 1 de mayo de 2009, Para vos hija mía, en el mes de tu cumpleaños.

martes, mayo 05, 2009

TARDE CHINA


Atormentada con la mitad del cerebro “que se le parte”, decide entrar en el boliche de Ángela como ella lo llama. Se trata de un local pequeño, modesto pero con un plus frente a los otros del barrio chino: tiene el consultorio multipropósito a la vista. Y eso es mucho.
Ángela, la masajista, dietóloga, psicóloga, traumatóloga, y lo que venga a la hora de diagnosticar y curar dolencias, la recibe con una sonrisa. Se ha cortado el pelo que por cierto le queda muy bien. En las sillas de cromado y cuerina negra que se encuentran alineadas mirando hacia la vereda, descansan sus pesares mujeres occidentales de mediana edad. Esperan sin ansiedad su turno. El aire es pesadamente acogedor.
Sin embargo, Ángela le indica a la joven mujer de la que les hablo, que se recueste boca abajo en una especie de silla diseñada para masajes cervicales. Alguna vez las he visto en aeropuertos y en centros comerciales.
Todo transcurre allí, a la vista de los transeúntes de un domingo de otoño en la ciudad de Buenos Aires. Sus manos poderosas y sus codos incisivos recorren la espalda de la mujer. Desde el huesito dulce hasta el cuello. Ángela toma una banda elástica del escritorio que esta próximo a ella y le sujeta el pelo. Lo hace con extrema delicadeza. Le miro las manos: son bellísimas.
La paciente no habla pero respira profundamente cuando Ángela hace mayor presión en su piel. Tiene los ojos cerrados y parece estar relajada. En la sala entra y sale gente continuamente, diálogos incomprensibles entre Angela y Fanny (su socia) se suceden entre risas cómplices y burlonas. Me pregunto qué dirán, no entiendo nada del idioma chino. Si bien el local tiene algo de sordido, es atractivo. Una mujer entra e interrumpe a Ángela argumentando que “se levantó entumecida”. ¿Cómo podría la masajista china entender esa palabra?. Pero le responde con seguridad: “señola esta mal, muy mal pelo vamo a tratal con acupuntura...Ahola no tengo tulno”.
Deja descansar a su paciente y le da una tarjeta a la mujer indicándole de modo imperativo que llame y pida turno. La clienta en potencia la toma y bajando la cabeza, asiente. Se va en paz, sabiendo que hay alguien que la puede ayudar.
Acto seguido suena el celular de Ángela. Otra vez interrumpe el masaje pero solo de un lado pues con la mano derecha mantiene una conversación y con la otra sigue vapuleando a la mujer.
- “¿Cómo ta? ¿Todo bien, vo?”.
- Toy trabajando, sino no comel, mañana vení”.
Por la sonrisa y el rubor de su cara percibo que habla con un candidato que no es chino. El le pide que le mande un beso con ruido y todo: ella lo hace y cuelga.



Pasó media hora y la masajeada se levanta, se acomoda un poco el pelo, paga, le da un beso a Ángela y la felicita por el corte de pelo. Le dice que con él tendrá muchos novios argentinos. Ella se sonroja y le dice que no, que el señor que está repartiendo volantes ahí, muy cerquita en la vereda, es el marido...



Sonia, 26 de abril de 2009.

miércoles, abril 29, 2009

Monólogo

Nací entre la vanguardia de los sesenta y el atrevimiento de los setenta: año 1964, cuando muchos escritores dieron a luz su mejor obra y la bossa nova y el jazz sorprendieron a los amantes de la música. Me enorgullezco de aquella época y compruebo que cada vez que indago el año de producción de una obra literaria, una composición musical distinta, impactante...esos cuatro números me sorprenden: 1964.
Mujeres con vestidos Jackie, collares de perlas y algunas con un plus de sensualidad: la boquilla en los labios.

Si bien nada mejor que las experiencias personales para sellar las propias épocas, por década resulta mas fácil, y uno sin querer dice por ahí: “los ochenta fueron bomba”, “en los noventa trabajé como nunca”, etc.

Yo recuerdo los setenta como la década más jugosa que viví hasta ahora, lo que no significa que allí pueda ubicar mis mejores recuerdos ni mis mayores logros. Emigré allá por el ´71 con sólo siete años de edad. La escuela primaria fuera de mi país, los símbolos patrios ajenos, los próceres desconocidos con los que debí encariñarme forzosamente. Simón Bolívar me suena más familiar que San Martín y al himno de Venezuela aún lo tarareo. Como dice un escritor argentino: “La patria es la infancia”. Allí y en esa década conocí el valor de la amistad, el primer amor, mis primeros actos de independencia. Me gustaba la moda de entonces. Los muebles con diseño y personalidad, mi madre con aquellos pantalones acampanados y las camisas de seda al cuerpo. Collares largos y plataformas, el pelo lacio y suelto hasta la cintura.
En casa se escuchaba a Serrat y se leía a Manuel Puig. Me deleitaba leyendo y releyendo los lomos de los libros de la biblioteca del living: Leopoldo Marechal, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges...
A fines de esa década regresé a mi país y la música disco retumbaba en los programas de radio, en las fiestas a las que empecé a ir y en el “tocadiscos “ de papá. El no lo usaba pero como cerca de mi casa , del otro lado de la plaza se había instalado la diskería (sí, así se escribía) de onda de entonces, él me regaló varios LP que pude escuchar hasta el cansancio: Electric Light Orchestra, Saturday Night Fever y Air Supply. Acompañan esos recuerdos musicales el atuendo ahora ridículo que llevábamos: calzas brillantes, remeras estampadas, sandalias de taco altísimo y el maquillaje con brillantina. ¡Qué alboroto el sábado a la tarde para semejante “pinta”!. Pero claro, no existía la inseguridad en las calles céntricas por donde merodeábamos con amigos hasta tarde y muchas veces tanto que al regresar a mi edificio, encontraba al encargado baldeando la vereda.

En los noventa ya tenía veinticinco años, sin duda la edad de los desencantos amorosos y el “después de” finalizados los estudios universitarios. Por suerte trabajaba y tenía novio formal pero aquello no impedía que arrastrara conmigo incertidumbres, miedos y vacíos a los que hace algunos pocos años pude darles mi primer adiós.Y bueno, digamos que para mi los noventa fueron una década de “construcción de mi personaje”. Durante ellos sufrí muchos vaivenes emocionales, percibí la oscuridad y temí al espiral descendente de la angustia; pero también disfruté el resurgir de mis vocaciones mas profundas. Gesté a mi hija y en el borde del 2000 la traje al mundo. Al poco tiempo planté un Ginko Bilova y un poquito más tarde escribí mi primer libro. Acompañada por mi compañero de ruta acá estamos ya en el dos mil nueve, y durante esta década ocurrieron en mi muchos cambios externos importantes. Mi madurez junto a ellos y la revolución que sufren las mujeres a partir de los cuarenta. Nunca imaginé que fuese cierto que estos serían mis mejores años. Probablemente porque puedo ensamblar aquella que soy, aquella que quiero ser y aquella que los demás esperan que sea. ¡No es poco!